Por Antonio de Marco
En el extremo norte del litoral veracruzano, entre esteros enredados y selvas que respiran sal, reposa Tamiahua: un pueblo que parece dormido a la orilla de una laguna inmensa, pero cuya historia bulle bajo el agua como un fuego antiguo. Dicen los viejos que todo aquí viene del agua y al agua regresa. Y quizá por eso, las verdades más profundas de Tamiahua están sumergidas, esperando ser contadas.
La primera vez que José Luis Melgarejo Vivanco la visitó, lo hizo como quien se adentra en un territorio sagrado. El antropólogo, acompañado por un grupo de investigadores y empujado por un motor asmático, cruzó la laguna envuelto en el aliento húmedo del norte. Iban a explorar la Isla del Ídolo, una elevación de tierra entre manglares, poblada por garzas y cargada de silencio. Pero lo que hallaron no era solo tierra: era memoria.
Allí, bajo capas de tierra salobre, yacían restos humanos con cráneos deformados, dientes afilados en punta y objetos ceremoniales que hablaban de un pueblo que honraba a sus muertos con rituales complejos y colores en el cabello. Aquella deformación craneana no era castigo, sino símbolo de identidad. Las mujeres, según Sahagún, llevaban narices horadadas adornadas con cañutos de oro; los hombres, cabello teñido de rojo y amarillo. Eran huaxtecos, y Tamiahua era parte de su altar.
Décadas después, Alfonso Medellín Zenil profundizó la investigación en esa misma isla. Su trabajo, riguroso y apasionado, reveló que Tamiahua no era un pueblo más, sino uno de los corazones palpitantes de la Huasteca prehispánica. Sus aguas conectaban mundos: la cultura mesoamericana y las rutas comerciales, los pescadores y los invasores, lo mítico y lo real.

Pero Tamiahua no solo se cuenta en códices ni en excavaciones. Se cuenta también en los labios de los pescadores que aún lanzan la atarraya bajo la luna. En los relatos de contrabando y misterio que rodean la Isla de Lobos, donde en tiempos de guerra se escondieron barcos y, según se dice, hasta espíritus. Se cuenta en el pejelagarto, al que los huaxtecos llamaban catín, y que, dicen, cae del cielo con los huracanes y se queda a vivir en los jagueyes.
En el siglo XIX, los viajeros escribían que Tamiahua era tierra salobre, llana, con esteros que crecen y menguan con la marea, y con mosquitos “de todos los géneros”. Pero también reconocían su riqueza: su laguna, de más de 28 leguas de largo, sus islas —Juana Ramírez, del Toro, del Ídolo— y su vocación eterna: ser paso, descanso y refugio.
Hoy, la historia de Tamiahua parece olvidada en las oficinas del turismo, donde apenas la nombran. Pero en el corazón de la Huasteca, donde el viento huele a camarón y a recuerdos, sigue viva. Porque Tamiahua no es solo un punto en el mapa: es una memoria sumergida, que sigue latiendo entre los juncos, esperando que alguien escuche.