Cuentan los más viejos que en los caminos polvorientos entre Tampache y la hacienda de San Sebastián, existió un pueblecito huasteco llamado Rancho Nuevo. Hoy no quedan más que pastizales y corrales de ganado, pero en las noches de Todos Santos, dicen que aún se escucha el repicar de una jarana lejana.
Allí vivía doña Demasía González Corona junto a su hija Irene, una joven morena de ojos aceitunados y cabello negro que relucía como ala de cuervo. Eran mujeres de fe profunda, devotas de la Virgen y de las tradiciones que mantenían vivo el alma del pueblo.
Pero su vida cargaba con una sombra: la muerte de don Abundio Saavedra Rosas, esposo de Demasía. Hombre terco, incrédulo y burlón, que una víspera de Todos Santos se atrevió a desafiar lo sagrado.
—¡No hagas ofrenda ni tlamales, vieja! —dijo entre risas—. Los muertos no tragan, ya se los llevó la tiznada. Yo a mis padres les prendería una vela de chapopote… pero por la espalda.
Aquella noche, el aire se volvió pesado y las velas de los altares parpadearon con un resuello que parecía un suspiro. Al amanecer, cuando Abundio fue a la milpa, el monte amaneció distinto. En el camino del panteón, vio figuras moviéndose entre la bruma: muertos caminando. Algunos reían al probar tamales calientes que sus familias les habían dejado. Otros lloraban por el olvido.
Pero al final del cortejo, vio a una pareja de ancianos que avanzaba lentamente, retorciéndose de dolor, con una vela de chapopote ardiendo bajo la espalda.
¡Eran sus padres!
Lo miraban con los ojos apagados por el reproche.
Abundio corrió a su casa entre gritos y llanto. Ordenó matar un marrano, preparar tamales y encender cirios de cera virgen. Quiso reparar su burla con fiesta, rezos y música. Llamó a su compadre Chucho González, el jaranero, para que tocara sobre las tumbas de sus padres en el panteón de San Juan, allá por Toteco y Raya Obscura.
—Vieja —dijo finalmente, agotado—, tengo sueño… mucho sueño. Voy a dormir un rato. Si despierto, me confieso. Si no, Dios sabrá.
Se recostó en el catre del patio. Cuando salieron los primeros chicharrones, Demasía mandó a Irene a despertarlo. La muchacha gritó al verlo: Abundio estaba muerto, con los ojos abiertos y la boca torcida por el espanto.
El pueblo entero lloró, pues nunca antes alguien había preparado su propio velorio.
Desde entonces, Demasía e Irene se consagraron al servicio de la iglesia, recorriendo pueblos y montes para honrar santos y levantar altares.
Pero cuentan los pastores que cuando cae la noche en Rancho Nuevo, una mujer y su hija aparecen caminando entre las sombras, con cirios en las manos y una vela de chapopote encendida frente a ellas…
porque dicen que no fue Abundio quien murió esa noche,
sino su alma,
y que su cuerpo —vacío y sin descanso— sigue tocando jarana en el panteón de San Juan cada Día de Muertos.